Guerra en Ucrania: desinformación y propaganda
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Guerra en Ucrania: desinformación y propaganda

Putin kremlin
Discurso de Putin en el Kremlin
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En un artículo publicado por Infodefensa hace algunas semanas, me permití esbozar un somero análisis sobre la aplicación de los llamados principios de la guerra, sancionados por siglos de experiencia militar, a las operaciones de combate del Ejército ruso en Ucrania. Complementaré ahora ese breve ensayo con una referencia a las operaciones de información y, en particular, a las realizadas más allá del ámbito táctico: la desinformación y la propaganda.

Conviene comenzar señalando que la batalla por la opinión pública, propia o ajena, no es a los ojos del Kremlin un teatro secundario de operaciones. Al contrario. Si el mando militar ruso parece resignado a combatir renunciando a las ventajas que se derivan de aplicar a su campaña los principios de iniciativa, sorpresa o mantenimiento del objetivo es porque, en línea con el pensamiento estratégico publicado hace casi una década por su Jefe de Estado Mayor, el general Gerasimov, ha sacrificado la eficacia de las operaciones en Ucrania en beneficio de una campaña en el dominio cognitivo que considera más decisiva para sus fines.

Es en cierto modo paradójico que, en el campo de batalla de las ideas, el liderazgo ruso sí esté aplicando los principios desechados en los ámbitos operacional y táctico. La campaña de desinformación orquestada por el Kremlin es ingeniosa, tenaz y con frecuencia consigue sorprendernos. La misión es, sin embargo —y como tendremos ocasión de ver— harto más difícil que la toma de una ciudad o la ruptura de un frente.

Los centros de gravedad

Como cualquier otra campaña bélica, las operaciones de información se diseñan para atacar al enemigo, preferentemente en lo que Clausewitz llamó su centro de gravedad, y para defender el esfuerzo de guerra propio donde sea más vulnerable. ¿Cuál es el punto débil de Ucrania en esta guerra? Casi todos estaremos de acuerdo en que el talón de Aquiles del ejército de Zelenski es la dependencia del exterior para recibir el armamento y la financiación que necesita para combatir. Por la otra parte, ¿dónde está el centro de gravedad que Rusia debe proteger? A medida que la guerra se ha ido alargando y se ha hecho imposible cumplir la promesa inicial de emplear únicamente tropas profesionales, es probable que la pregunta que cada día se haga el Kremlin sea la de cómo asegurar el apoyo del pueblo ruso al esfuerzo bélico y mantener la voluntad de combatir de sus soldados, particularmente los movilizados.

Agotadas las mejores bazas de Putin de cara al exterior —pocos creen ya en las amenazas de guerra nuclear o de desabastecimiento energético— la campaña de desinformación destinada a reducir el apoyo internacional a Ucrania se ha concentrado en la legitimación de la “operación militar especial” ordenada por Putin. Un objetivo ciertamente difícil de alcanzar, porque la Carta de la ONU garantiza la integridad territorial de las naciones y solo justifica el empleo de la fuerza en legítima defensa. Se hace, pues, necesario presentar la invasión de Ucrania como defensiva y ajena a toda ambición territorial, lo que, a la vista de los hechos, exige distorsionar gravemente la realidad. Pero así es precisamente como nuestra Estrategia de Seguridad Nacional define la desinformación.

Por su parte, la campaña defensiva, destinada a la propia retaguardia, tiene por objetivo convencer a la sociedad rusa no sólo de que la guerra es justa —apreciación que en este caso puede basarse en valores propios, muy diferentes de los recogidos en la Carta de la ONU— sino de que puede ganarse a un coste razonable. En este terreno, favorecido por una inflexible censura de prensa, Rusia se ha mostrado menos innovadora. Sus campañas de propaganda pueden considerarse convencionales y, por el momento, razonablemente eficaces. Si algo merece crítica —además de la ética, que no es objeto de este artículo— es el no haber sabido evitar que los mensajes dirigidos a la sociedad rusa, teñidos de indisimulada agresividad y supremacismo nacionalista, contaminen los destinados a la comunidad internacional mostrando a quien quiera verlo la cara más amarga del régimen de Putin.

La campaña exterior

Centrémonos pues en la campaña exterior, de la que somos, según sea la perspectiva del lector, objetivos o víctimas. Una campaña en la que Rusia ha volcado toda la capacidad que ha heredado de la Unión soviética para la desinformación y, además, la que ha ido desarrollando poco a poco en torno a las nuevas tecnologías. De acuerdo con las ideas publicadas por Gerasimov —que tampoco son particularmente originales— el Kremlin desearía que el mundo viera su intervención en Ucrania como una suerte de operación de paz o, como mínimo, como un esfuerzo altruista para resolver un conflicto preexistente, y no para beneficiarse de un problema creado por la propia Rusia en 2014.

Dos hechos se oponen a la imagen que Putin quiere vender. El primero, la invasión en sí. La presencia física de soldados rusos en suelo ucraniano se disimuló bien en Crimea y durante los ocho años de guerra en el Donbás, pero es imposible hacerlo en la situación de guerra abierta que hoy vive Ucrania. El segundo, la “anexión” formal de las cuatro regiones ucranianas parcialmente ocupadas. Evitar que la opinión pública relacione los dos hechos, sume dos más dos y llegue a la conclusión de que Putin invade Ucrania para conquistar territorio es tan difícil como —permítaseme el símil naval— ocultar un enorme portaviones en medio del mar.

Señuelos de Seducción

Aceptemos el reto. Pongámonos en el lugar del Kremlin y vamos a tratar de ocultar nuestro portaaviones. Tenemos, como ocurre en el ámbito de la Guerra Electrónica, tres tipos de engaños que pueden ayudarnos a conseguir que la opinión pública no se centre en el objetivo que deseamos proteger. Empecemos usando el chaff de seducción. La mayoría de los lectores de Infodefensa saben cómo funciona esto. Es necesario crear una teoría para explicar la guerra más atractiva para los líderes de opinión occidentales que la brutal campaña de conquista que parece deducirse de los hechos.

¿Tenemos alguna teoría? ¡Y hasta media docena, si hace falta! El Kremlin ha usado todo tipo de señuelos para seducirnos. Veamos algunos de ellos. Se trata de una guerra por compasión, para liberar del nazismo a los ucranianos. Ucrania, en realidad, no existe. O, si lo hace, es una creación de los bolcheviques. O una colonia amada que necesita la protección de la metrópoli. Las conquistas rusas no son tales, sino “nuevas realidades territoriales” que Rusia asume por responsabilidad y que el mundo no puede ignorar. Los pueblos ruso y ucraniano son hermanos, y solo la maldad del occidente nazi quiere separarlos. Y ¿qué decir del Rus de Kiev, la herencia de los zares, la extinta URSS o el desaparecido Pacto de Varsovia? ¿No tiene uno derecho a luchar para recuperar sus fronteras históricas? La pregunta, desde luego, es retórica, y el inconveniente de este señuelo es que la única respuesta que da el derecho internacional es negativa.

Si esas teorías, que gustan a los rusos, no seducen a la mayoría de los extranjeros, se puede probar con la del ataque preventivo. Ya lo hizo el presidente de los EE.UU. en Irak, pero Putin no puede copiarle —recordemos que, como casi todos, se opuso a la Guerra de Bush— y necesita presentar una amenaza más apremiante. ¿La expansión de la OTAN? Quizá, pero el señuelo tiene agujeros. La cumbre de Bucarest fue en 2008. ¿Por qué la guerra ahora? ¿Por qué no invadir Finlandia que, al contrario que Ucrania, sí entrará en la Alianza en cuanto Turquía ceda a las presiones? La respuesta, si hay que creer a Putin, es que la invasión de Ucrania llegó justo a tiempo para prevenir el ataque a Rusia por la OTAN. ¿Pruebas de ese hipotético ataque? Las mismas que de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak.

Un último recurso, que no gusta en Moscú porque convierte a Putin en un pelele fácilmente manipulable pero tiene sus adeptos en occidente, es vender la idea de que la Guerra de Ucrania ha sido provocada por los EE.UU. para debilitar a Rusia, subyugar a Europa y, de paso, exportar sus armas a todo el mundo. Es este un señuelo atípico, que parece funcionar en los ámbitos donde gustan las teorías conspiratorias y donde hay analistas capaces de explicar que los Estados Unidos donen decenas de miles de millones a Ucrania para vender unos pocos carros por 10 millones la unidad. Sin embargo, puede ser perjudicial para la causa porque fácilmente conduce a la observación de que, si quienes ganan son los Estados Unidos, entonces Rusia está perdiendo esta guerra.

¿Es eficaz el chaff de seducción? Siempre hay quien, por afinidad ideológica, por lealtad a sus amigos, por su propio provecho o, simplemente, por llevar la contraria, va a dar crédito a cualquier consigna que se difunda desde Moscú, por contradictoria que sea. Pero las encuestas periódicas demuestran que, en general, ni la opinión pública ni los líderes occidentales han entrado al trapo. Probemos entonces con el chaff de confusión.

Señuelos de confusión

A quienes no nos dejamos seducir por los variados y, a menudo, contradictorios argumentos del Kremlin para justificar su agresión, Putin trata de confundirnos con el lenguaje. Así, si creyéramos en las declaraciones del líder ruso, veríamos la invasión como una “operación militar especial” para proteger el Donbás, la ocupación de las ciudades se volvería “liberación”, la conquista de tierra ucraniana sería “una nueva realidad territorial”, la única “guerra” que hay en Ucrania sería la que le declara occidente a Rusia para destruirla usando a los ucranianos como “ariete”, palabra esta que, en ruso, debe significar otra cosa porque no parece que hayan sido las puertas de la Federación las que han sido derribadas por la fuerza.

Para quienes difunden las consignas de Putin, la destrucción de la red eléctrica ucraniana sería un “objetivo militar proporcionado”, la defensa contra los misiles rusos sería “echar gasolina al fuego” y el ataque a las bases de las que parten los aviones que lanzan esos misiles sería “terrorismo”. Pero donde se riza el rizo de la semántica es en la palabra “bombardeo”, palabra que el Kremlin solo emplea para quejarse del “bombardeo” de armas occidentales que inunda a Ucrania para que pueda “destruir” Rusia. Un hecho que, para Moscú, nos convierte en “beligerantes”, algo que por supuesto no ocurría cuando los cazas rusos combatían a los norteamericanos en Vietnam, cuando Putin armaba a Saddam Hussein, o cuando Rusia entregaba a los rebeldes del Donbás el misil con el que derribaron a un avión de Malasia Airlines en 2014… y hasta los hombres que lo dispararon. El truco es burdo y, aunque a veces funciona, hay que reconocer que son las menos.

Señuelos de distracción

No todo va mal en la campaña de desinformación. Todavía queda a Putin un tercer tipo de señuelos, el de distracción, y este es, a mi juicio, el más eficaz de los que el Kremlin ha venido empleando. Incluso entre los ciudadanos de a pie, en su mayoría lejanos a los prejuicios ideológicos que hacen que algunas personas miren por uno solo de sus ojos, puede presumir el Kremlin de haber logrado algunos éxitos parciales.

Putin no nos seduce, no nos confunde, pero con frecuencia nos distrae. Sus agentes, algunos profesionales y otros amateurs, han sabido hacernos discutir sobre hipotéticas promesas verbales de que la OTAN no iba a aceptar nuevos miembros de la Europa del Este, distrayendo nuestra atención del documento que sí tenemos, la llamada Acta Fundacional firmada por la Alianza y Rusia en 1997. Han sabido hacernos discutir sobre los acuerdos de Minsk y olvidar el Memorándum de Budapest. Insistentes hasta el aburrimiento, los voceros del Kremlin han logrado que, probablemente, haya más españoles que sepan cómo se convirtió Crimea en parte de Ucrania que Ceuta en parte de España. Cuestiones ambas, por cierto, igual de irrelevantes, porque no es la historia, sino el derecho a la integridad de las fronteras internacionalmente reconocidas, lo que hoy da legitimidad a las reclamaciones territoriales. Y la frontera entre Ucrania y Rusia se acordó por las dos partes en diversos tratados firmados por Boris Yeltsin entre 1994 y 1997.

Pero quizá lo más sorprendentemente, lo que da la medida de una campaña agresiva y eficaz, sea que los partidarios del Kremlin hayan sido capaces de hacer que no pocos españoles todavía se pregunten a quién beneficia la guerra y, como una brújula imantada por la ideología, señalen sin dudar como culpable del conflicto a los Estados Unidos, ciertamente el sospechoso más habitual. Conviene, sin embargo, poner los pies en el suelo. El clásico cui prodest es una herramienta útil cuando se desconoce el culpable de un crimen, pero no parece demasiado relevante cuando podemos ver en directo cuál de nuestros vecinos es el que está abriendo la cabeza de otro a golpe de martillo. ¿Se imaginan al detenido, con las manos llenas de sangre, insistiendo en que a quien de verdad beneficia el ataque es a la policía, que consigue prestigio y poder… y quizá también al hospital que cobrará por curar las heridas? Pues, para algunos, al parecer, la cosa tiene su lógica.

Es cierto que, a pesar de estos éxitos parciales, el Kremlin no ha conseguido reducir el apoyo a Ucrania por la mayoría de los gobiernos occidentales. En medio de una activa campaña de desinformación que trata de convencernos de que ya estamos cansados de la guerra y de que no nos quedan armas que entregar, se acaba de dar luz verde al suministro de modernos carros de combate al ejército de Zelenski.

¿Ha fracasado entonces la campaña de desinformación? Quizá. Pero es que, reconozcámoslo, se trataba de una misión extraordinariamente complicada, lastrada por la contradicción de servir a dos señores —los mensajes dirigidos al pueblo ruso y a la comunidad internacional son a menudo opuestos— y convertida en imposible cuando Putin, que aseguraba no tener ambiciones territoriales, condiciona toda posibilidad de paz a que se le reconozca la propiedad del suelo conquistado.

En estas condiciones, es posible que el propio Gerasimov esté reconsiderando su doctrina estratégica. Quizá haya llegado el momento de que Putin reconozca que Rusia se encuentra en una verdadera guerra y que, cuando se llega a este terreno, como demostró el fracaso de la estrategia de los EE.UU. en Vietnam, es un error dar prioridad a las operaciones de información sobre las de combate. Quizá sea el momento de que Putin recuerde que, como palanca de la política exterior, nada puede reemplazar a la victoria militar. Algo que, de no cambiar radicalmente su forma de actuar, no parece estar al alcance del ejército ruso desplegado en Ucrania.



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