¿Un final negociado para la Guerra de Putin?
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¿Un final negociado para la Guerra de Putin?

Caratula opinion almirante rodriguez garat
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El nombre de Guerra de Putin molesta por igual a rusos y prorrusos, aunque por razones muy diferentes. En Rusia, el título de este artículo me llevaría a la cárcel porque está prohibida la palabra guerra para lo que allí se denomina operación especial. La única guerra cuya existencia es legal admitir es la que ilegalmente libra la OTAN contra el pueblo ruso, que últimamente han suavizado un poco atribuyéndole erróneamente un carácter híbrido. Pero a Putin no le molesta —todo lo contrario— que se enfatice su papel de líder, y así lo hace la prensa todos los días como parte del culto a la personalidad que caracteriza toda dictadura. No son solo los medios, también Peskov y Lavrov, las voces más autorizadas del Kremlin Medvedev es un verso suelto— aseguran rutinariamente que se cumplirán todos los objetivos que estableció el presidente al ordenar la operación especial.

Paradójicamente, en el bando de los prorrusos —que por supuesto tienen derecho a expresar su opinión— no es la palabra guerra la que molesta, sino el protagonismo que se atribuye a Putin. Para los más radicales, esta es realmente la Guerra de Biden. Los de líneas más razonables, y con ellos algunos intelectuales que ni siquiera son prorrusos, defienden que no es Putin sino Rusia la que pelea en Ucrania, y que son los intereses rusos los que están en juego a pesar de que —a la vista está— haya que enviar al frente a presos, mercenarios y extranjeros atraídos por el señuelo de la nacionalización porque la sociedad no se presta a luchar por ellos.

Demos al asunto otra perspectiva. A nadie en España se le oculta el protagonismo del presidente del Gobierno en el cambio de política respecto al Sahara que, desde fuera, se atribuye a nuestra nación. Pero la distancia nos ofusca y nos lleva a confundir —algunas veces deliberadamente— los intereses de las naciones como sujetos geopolíticos, los de los pueblos que las habitan y los de los líderes que las dirigen. En Rusia —y también, en menor medida, en los países democráticos— los intereses que prevalecen son los del líder, que manipula a su antojo las realidades geopolíticas para intentar movilizar a la sociedad en su beneficio.

El caso es que, desde la perspectiva histórica, ni rusos ni prorrusos tienen demasiada razón al protestar. Cuando muera Putin, la historia de Rusia que él ha ordenado modificar para adoctrinar a la juventud volverá a cambiar siguiendo las directrices de su sucesor. Siempre ocurre esto —también en España— y se me escapa por qué los líderes políticos, ya sean democráticos o autoritarios, no se dan cuenta de que, en el resbaladizo terreno de la memoria histórica, es imposible dejar el futuro atado y bien atado. Pidiendo disculpas por la digresión, apostaría un café a que los niños rusos de final de siglo aprenderán que hubo una guerra en Ucrania, no una operación especial.

¿Con qué nombre la conocerán? Es difícil saberlo. Las guerras se identifican indistintamente por sus escenarios geográficos, por su duración, por los objetivos perseguidos, por los líderes que las comienzan y, aunque sean las menos, por elementos anecdóticos que adquieren tirón popular —hoy diríamos que se viralizan— como la oreja de Jenkins. A veces, además, reciben nombres diferentes en unos lugares o en otros. Nuestra Guerra de la Independencia es en el resto del mundo la Guerra Peninsular.

No hay, pues, regla fija, pero es habitual que cuando un líder ambicioso encadena una guerra tras otra, al menos el conjunto lleve su nombre. Tal es el caso de las Guerras de Alejandro Magno o las Guerras Napoleónicas, por poner algún ejemplo. No voy a comparar al dictador ruso con Napoleón o Alejandro, ambos verdaderos genios militares. Pero este también podría ser el caso de Putin si el nombre complace a los historiadores de las próximas décadas. Nada tendría de extraño que la guerra que vive Ucrania hoy aparezca en la Wikipedia del futuro como la Tercera Guerra de Putin.

¿Cómo terminará la guerra?

Defendido mi derecho a nombrar a la guerra como entiendo que corresponde —Rusia no invadió a nadie bajo Boris Yeltsin— y admitiendo el derecho del lector a estar en desacuerdo, entremos en harina. ¿Cómo terminará la Guerra de Putin? Como todas las demás, esta guerra terminará cuando un bando consiga obligar al otro a que acepte sus condiciones o, si no llega a darse este caso, cuando se consiga encontrar un punto intermedio que sea tolerable por los dos.

Dejaremos el análisis de la primera opción —la victoria militar de uno u otro bando— para otro artículo, si Infodefensa quiere publicarlo. Pero adelanto que, a estas alturas, la solución militar parece muy difícil. Ni el sangriento forcejeo de peones en que se ha convertido la guerra, ni los bombardeos de las ciudades, ni el retroceso de las respectivas economías hacen suficiente daño para doblegar las voluntades de Zelenski o de Putin. Tendría que caer Kiev, algo impensable, o Moscú, que ni siquiera está en el tablero. Por mucho que los medios nos hablen de cansancio entre los combatientes o quienes les apoyan, los dos presidentes, agresor y agredido, sienten que el conflicto fortalece su liderazgo. Para ambos, es mucho mejor continuar la lucha —lo que les permite seguir prometiendo una victoria militar en la que seguramente no creen— que reconocer su impotencia.

En este artículo, y después de tan larga introducción —que espero que el lector que aguante hasta el final comprenda que es relevante— analizaremos la segunda opción. Enunciaremos los objetivos políticos y militares de ambos bandos para tratar de determinar si de verdad existe esa solución negociada que tantos líderes políticos y de opinión internacionales exigen sin atreverse a decirnos cuál es.

De los objetivos políticos a los militares

Advierta el lector que no es tan fácil enunciar los objetivos políticos. La guerra es la continuación de la política por otros medios, como decía Clausewitz. Pero tiene tan mala prensa —desde luego, justificadamente— que esa realidad siempre se ha disimulado bajo una espesa capa de desinformación. Por eso, algunos prefieren presentarla como una obra de caridad. Entre ellos, Nikolái Pátrushev, Secretario del Consejo de Seguridad de Rusia. Sereno, sin escapársele ni una sonrisa, nos ha confesado que el suyo es “el único país del mundo que libra una guerra por compasión.”

Si nos negamos a aceptar el pulpo de la compasión como animal de compañía, ¿cómo averiguar los verdaderos objetivos políticos de las guerras? Porque los culpables tratan desesperadamente de ocultarlos. Y no es solo Putin. Recordemos que no había armas de destrucción masiva en el Irak de Saddam Hussein. Sugeriré al lector una manera de hacerlo, útil en algunos casos, pero que, sorprendentemente, pocas veces se aplica: observar su reflejo en las operaciones militares. Por no centrarnos solo en la Rusia de Putin, ¿llevaban máscaras de gas los soldados norteamericanos que invadieron Irak? Pues saque el lector sus conclusiones.

Volvamos a Ucrania. El planeamiento militar es, en todos los países, un proceso bastante reglado y escalonado por niveles. En su día, el Ministerio de Defensa ruso tuvo que proponer a Putin objetivos y acciones militares de nivel estratégico que coadyuvaran a alcanzar los fines políticos de la operación especial. Gerasimov, el Jefe de Estado Mayor de la Defensa y responsable del planeamiento en el nivel operacional, establecería luego los objetivos de su nivel. Por último, se definirían objetivos tácticos sobre el terreno que, una vez alcanzados, serían como los ladrillos que permitirían construir el edificio que materializa la situación final deseada por el presidente Putin. No se ocultará al lector que, por mucho que un constructor nos asegure que tiene intención de edificar un gran hospital en el centro de la ciudad, se verá desmentido si lo que sus obreros construyen es en realidad un pequeño burdel en las afueras.

Un análisis así, basado en lo militar, nos dice poco sobre las intenciones de Zelenski porque, en su situación de agredido, carece de iniciativa estratégica. Ya sea su verdadero propósito el defender Ucrania, como asegura él, y yo le creo; o que se haya prestado por oscuros intereses a hacer de ariete para desgastar a la poderosa Rusia, odiada por Occidente por ser un incansable paladín contra el nazismo, como asegura el Kremlin y creen los rusoplanistas; o que actúe guiado por su ambición personal y quiera convertirse en una figura histórica universal —algo que alguna vez habrá pasado por su cabeza— sus militares van a recibir la misma orden: defender el territorio soberano sin ceder un solo metro. Y, efectivamente, eso es lo que intentan hacer.

En el caso del agresor, a quien corresponde la iniciativa —admítanlo como mera hipótesis los rusoplanistas— el análisis sí merece la pena. ¿Por qué combate Rusia? Si escuchamos al Kremlin, no resulta fácil asegurarlo. No recuerdo ninguna guerra con tantos y tan diversos pretextos: compasión, humanidad, liberación del Donbás, prevención del genocidio, lucha contra el nazismo, desmilitarización de Ucrania, creación de un orden mundial más justo, defensa preventiva contra la OTAN, salvaguardia de la verdad y justicia histórica, defensa contra una amenaza existencial, recuperación de los territorios de la Nueva Rusia de los zares, renacimiento del prestigio que tuvo el imperio ruso y la URSS bolchevique, protección de los verdaderos intereses del pueblo ucraniano y —también se ha dicho— defensa del concepto tradicional de familia y prohibición de los desfiles del orgullo gay.

No importa que entre tantas causas existan claras contradicciones. Es preciso entender que, si usted las aprecia, es un caso perdido para la propaganda rusa, que busca adeptos que piquen cualquiera de sus anzuelos —o todos a la vez, en el caso de los rusoplanistas— y no ciudadanos de mente abierta que comparen los cebos. Esta realidad es la que explica que Lavrov asegure un día que Rusia no tiene ambiciones territoriales y al siguiente que no se sentará a negociar con quien no reconozca la anexión de las cuatro regiones ucranianas parcialmente ocupadas. Putin, que sostiene que libra una guerra defensiva frente a Occidente, acaba de matizar como entiende este concepto en las celebraciones del aniversario de la integración en la federación rusa del sureste de Ucrania al asegurar que “defendiendo a sus compatriotas del Donbás y la Novorossiya“ —una región que, en la época de los zares, comprendía todo el sur de Ucrania, Odesa incluida, hasta Transnistria— “defiende a la propia Rusia”. También podría añadir que no hay mejor defensa que un buen ataque.

Teoría de la cebolla

Los rusoplanistas suelen creer la versión que el Kremlin les transmita en cada momento y, si son varias diferentes, todas a la vez. Pero los demás, cualquiera que sea nuestra opinión sobre el conflicto, necesitamos poner un poco de orden entre tantas causas contradictorias. A eso nos ayuda la teoría de la cebolla, que las agrupa por capas sucesivas.

En las guerras de la humanidad, las capas externas de la cebolla suelen ser altruistas. Jamás un líder guerrero, por sanguinario que fuera —Putin es un cachorro comparado con hombres como Hitler o Stalin— reconoció que lo que él quería era hacer el mal. Por eso, el primer pretexto que Putin vendió a su pueblo fue la liberación de los hermanos rusos oprimidos en el Donbás por el régimen neonazi de Kiev. Es, desde luego, una piel eficaz, ya empleada por Hitler en los Sudetes. Por eso, la narrativa, omnipresente en la prensa rusa, apenas ha sufrido cambios desde el principio de la guerra: “a mediados de febrero, el ejército ucraniano incrementó los bombardeos sobre las ciudades liberadas del Donbás. Eso llevó a Putin a reconocer la independencia de las provincias independentistas de Donetsk y Lugansk el día 21 y, a petición de sus presidentes, a ordenar una operación especial para defenderlas el 24.”

Cualquiera puede encontrar un enorme agujero en la versión oficial. Si la operación responde a lo ocurrido a mediados de febrero de 2022, ¿por qué el despliegue militar ruso empezó el año anterior? ¿Es Putin vidente? Sin embargo, en Rusia, una pregunta así se castiga con hasta 15 años de cárcel, siempre que quien la haga no termine cayendo por una ventana.

Con agujeros o no, y desde la perspectiva que nos ocupa —la coherencia de la explicación política y las acciones militares— la cosa se sostiene, al menos parcialmente. El ataque a Kiev, gran objetivo de los primeros días de la guerra, tenía todo el sentido porque hubiera resuelto el enquistado problema del Donbás sin tener que pelear por cada metro de terreno. Algunos de los ejes de la invasión parecen estar diseñados para, si Zelenski resistía, aislar a las fuerzas ucranianas que combatían en esa región. Pero hay un hilo que nos queda suelto: el fracasado empeño de llegar a Odesa a través de Mikolaiv. La perla del mar Negro es un objetivo apetecible, pero no se va por ahí al Donbás. O se despistó Gerasimov en la geografía o había algo más en los planes de Putin.

En busca de legitimidad

La siguiente capa de la cebolla viene a justificar la guerra en el tablero internacional. Hay que recordar que, entre la invasión de Checoslovaquia por Hitler y la de Ucrania por Putin, se promulgó la Carta de las Naciones Unidas, que prohíbe la guerra como método para defender minorías nacionales en otros países sin autorización del Consejo de Seguridad. La única causa que justifica la guerra hoy es la legítima defensa. Por eso, aunque a los rusos les diga que quiere liberar el Donbás, Putin asegura a la comunidad internacional —y sobre todo a China, que fingiría creer cualquier cosa que le traiga energía barata y que debilite a Rusia como adversario regional— que la guerra se libra en legítima defensa preventiva, anticipándose a un futuro ataque de la OTAN desde Ucrania.

Como Putin alardea de cuando en cuando de que su país tiene 6.000 armas nucleares, algunas de ellas las mejores del mundo, es difícil creer que de verdad tenga miedo de ser atacado. Pero atengámonos al método. Putin quiere contener la expansión de la Alianza Atlántica y Gerasimov viene a verle con el concepto militar: “Podríamos invadir Ucrania”. ¿Tiene eso sentido? Acostumbrado al planeamiento operativo, yo no encuentro cómo unir los puntos que, en los gráficos que producen los Estados Mayores, representan los hitos principales de una operación que, concebida para debilitar a la OTAN, comienza con una invasión que precisamente demuestra su necesidad, últimamente tan cuestionada.

Como resultado de la invasión, la Alianza Atlántica se ha visto fortalecida y ampliada con el ingreso de Finlandia y, próximamente, Suecia. En las fronteras de Rusia con la OTAN, hoy duplicadas en extensión, se acumulan hombres y material como nunca había ocurrido desde la Guerra Fría. Mientras el ejército ruso se desangra en Ucrania, los presupuestos de defensa de sus enemigos crecen en toda Europa. ¿Era esto difícil de prever? En absoluto. ¿Cuál es el diagnóstico, entonces? Incoherencia. Parece que se le ve el plumero a Putin, cuyos obreros empiezan a cavar en las afueras los cimientos del prometido hospital del centro de la ciudad.

Con todo, tengo para mí que la OTAN sí estaba en los papeles de Gerasimov. Pero no como objetivo, sino como una de las hipótesis con que los militares reducimos la incertidumbre de nuestros planes. En este caso, estoy convencido de que una de ellas, que Putin tuvo que haber aprobado como parte del Plan de Operaciones ruso, tiene que haber sido que la Alianza Atlántica no intervendría militarmente.

De cara a la galería

Bajo las dos capas más externas, se encuentran otras muchas sin demasiado valor nutricional: las declaraciones para la galería. Dice Moscú que lo que hay es mucha rusofobia. ¿Cómo arreglarlo? Enseguida vuelve Gerasimov con la solución: “podríamos invadir Ucrania”. ¿Que es necesario derribar el mundo unipolar liderado por los EE.UU. y crear un mundo multipolar más justo? “Pues podríamos invadir Ucrania.” ¿Que hay que terminar con el imperialismo, proteger el Sur global o unir a los pueblos eslavos, separados por las semillas del mal que vienen del oeste? Sea cual sea el sueño de Putin, parece que terminará llegando su dócil general a proponer la invasión de Ucrania. Todo suena, en verdad, disparatado. Empiezan a verse ya lucecitas rojas en el edificio de las afueras que sugieren cuál será su utilidad final. Los que de verdad esperaban un hospital empiezan a preguntarse: ¿no será que la orden que le ha dado el dictador a Gerasimov es precisamente la conquista del país que un día fue soviético?

Y, en realidad, es esa conquista, como fin en sí misma, la que termina apareciendo en las capas más internas de la cebolla. Por debajo de los brindis al sol encontramos por fin palabras que tienen sentido y que nos hablan de lo que está en juego, que obviamente es el territorio. Cuando tiene oportunidad, Putin argumenta que Ucrania es una creación de los bolcheviques. Debe volver a su verdadero propietario, que desde luego no es el pueblo ucraniano. Por supuesto, Kaliningrado o las Kuriles, otro legado de los bolcheviques que solo se remonta a la Segunda Guerra Mundial, no.

La integridad territorial y la Carta de la ONU

Guerra de conquista o de reconquista, la invasión de Ucrania sigue siendo ilegal. Putin sabe que la Carta de la ONU consagra la integridad territorial de los estados miembros, sea cual sea su historia. Afortunadamente, porque si es cierto que Crimea fue rusa antes que ucraniana, también fue otomana antes que rusa, y disputarlo nos obligaría a repetir infinidad de guerras.

Por eso, a medida que nos acercamos al corazón de la cebolla, encontramos capas y más capas concebidas ya solo para disimular la naturaleza territorial de esta guerra. La primera es la negación de la realidad. De cuando en cuando, Lavrov asegura que Rusia no tiene ambiciones territoriales, y solo hace unos días publicó en Izvestia que “Rusia respeta la integridad territorial de Ucrania de acuerdo con los términos de la Declaración de Independencia de 1991”. La segunda, la justificación del conflicto como un reconocimiento del derecho de los habitantes del Donbás a la secesión, un derecho que desde luego no tuvieron los de Chechenia. La tercera, el disimulo de sus conquistas, que no son tales sino “nuevas realidades territoriales”, otra de las agudezas del inefable Lavrov. La cuarta, seguramente la única en la que el líder ruso cree de verdad, viene del derecho comparado. Si Occidente hizo independiente a Kosovo, ¿por qué no puede Rusia hacer lo mismo en la que considera su área de cuasi soberanía?

No le falta un punto de razón al dictador ruso, a quien el agravio de Kosovo ha hecho profundizar en la cebolla y disponer en ella capas cada vez más oscuras que apoyen su guerra de conquista. Por un camino que comienza en la nostalgia por las áreas de influencia delimitadas durante la guerra fría, y pasa por el concepto de soberanía limitada que otorgaba —la palabra es importante— Brézhnev a sus socios del Pacto de Varsovia y Putin desea para las antiguas repúblicas de la URSS, se llega a un estatuto que consagra la supremacía rusa —como en su día la aria, aunque basada en la nacionalidad más que en la raza— y que explica muchas de las decisiones de Putin. En virtud de esa supremacía —de la que es verdad que no es el único culpable— él tiene derecho a atacar Ucrania pero Zelenski no lo tiene a defenderse atacando Rusia. Él tenía derecho a borrar Grozni de la faz de la tierra por sus pretensiones independentistas, pero Zelenski no lo tiene a intentar recuperar Donetsk por la fuerza.

En el podrido corazón de la cebolla

El expresidente Medvedev, la voz que en el Kremlin dice lo que no se puede decir, acaba de prometer que “la victoria será nuestra y nuevas regiones se unirán a Rusia.”Quitadas las caretas, encontramos por fin una coherencia plena entre lo que Moscú dice y lo que su ejército hace o, más bien, intenta hacer: conquistar Ucrania.

Ya sabemos el qué, pero queda por dilucidar el para qué. El cometido de Gerasimov nos queda claro, pero ¿cuál es la finalidad superior? ¿Qué intereses persigue? ¿Los de la Patria rusa? ¿Es que está mejor Rusia desde que comenzó la guerra? No. Su ejército resiste, pero no avanza. Su pueblo se desangra, aunque por ahora la mayoría de los caídos sean presos, mercenarios y milicianos del Donbás. Su economía sufre, aunque no se desplome. Su prestigio político se arrastra por los suelos, tras haber sido expulsados de diversas instituciones internacionales y obligados a adoptar una postura servil con China y conciliatoria con los estados paria de Irán y Corea del Norte. 

Parece, pues, que no son los intereses de Rusia lo que encontramos en el centro de la cebolla. Pero no hay por qué sorprenderse: cualquiera que, en lugar de utilizarlas en la cocina —espero que no en la tortilla de patatas— analice las cebollas con perspectiva histórica sabe que, en su podrido corazón, casi siempre se encuentran las ambiciones de líderes atolondrados y agresivos, que persiguen la gloria y el refuerzo de su poder. Bush, en un entorno democrático, quería ser reelegido e invadió Irak para lograrlo. Putin no tiene ese problema, porque es él quien decide el resultado de las elecciones. Pero quiere pasar a la historia como uno de los grandes, y la invasión de Ucrania era la mejor vía que encontró para ello.

¿Queda algo que negociar?

Desenmascarado el carácter territorial de la guerra, cualquier negociación para ponerle fin se convierte en un juego de suma cero. No hay ninguna salida en la que ganen ambos contendientes. Lo que uno gana, lo pierde el otro. Algunos líderes mundiales, como los de China o Brasil, podrán fingir que hay otras cosas en juego —ya sea la seguridad de Rusia, la de Ucrania o la del mundo— y que estas cosas sí son negociables. Y no es del todo mentira, pero tampoco es del todo verdad, porque Putin y Zelenski, agresor y agredido, quieren la misma tierra y ambos la necesitan entera.

Zelenski, amparado por el derecho internacional y por los acuerdos suscritos con rusia en 1994, está obligado a recuperar el territorio ocupado. Lo logrará o no, pero no cejará en su empeño. Cualquier cesión, incluso la de Crimea, de facto ocupada por Rusia desde 2014, sería una traición a su pueblo y conllevaría el fin de su gobierno y de su carrera política. Pero, además, no le aportaría seguridad a Ucrania, que ya ha recibido garantías de Rusia en el pasado convertidas en papel mojado. Zelenski resistirá mientras Kiev resista, y la ciudad lo hará mientras no sea ocupada.

Por su parte, Putin, que empezó la guerra buscando la gloria personal por el camino más fácil, pagará en la historia su error de cálculo. Ha dejado de ser infalible y, cuando muera, muchos recordarán el golpe de Prigozhin. Pero, mientras esté vivo, luchará por su propia supervivencia política y personal. Quemadas sus naves al formalizar la anexión de las regiones ocupadas antes siquiera de haberlas conquistado en su totalidad, necesita la victoria o algo que pueda presentar como tal al pueblo ruso. Ceder el territorio que ha ocupado sería no solo el fin de su régimen sino, como suele ocurrir a los tiranos caídos, el de su vida. Las ventanas del Kremlin también están abiertas para él.

No hay, pues, acuerdo posible, al menos mientras viva el dictador ruso que defiende —por eso es importante reconocer que la guerra, cualquiera que sea su nombre, es de Putin— sus propias decisiones. No fue Brézhnev, responsable de la invasión soviética de Afganistán, el que decidió la retirada. Tampoco fue Johnson quien ordenó el regreso de las fuerzas norteamericanas de Vietnam. No será Putin el que retire sus tropas de Ucrania en un acuerdo de paz por territorios. Así son las cosas en el mundo real y, para quienes vemos la guerra desde la distancia, solo nos queda decidir si, personalmente, tomamos o no partido en una guerra que, desde luego, no va de buenos contra malos, pero que sí evoca en nuestra memoria imágenes que debían estar superadas.


Los europeos de cierta edad recordamos como, antes de que se derrumbara, los ciudadanos de la RDA, bajo el fuego de las ametralladoras de los centinelas, trataban de cruzar el muro de Berlín en busca de la libertad y la prosperidad que prometía Occidente. Hoy es la nación ucraniana quien, bajo el fuego de los misiles rusos, huye de la influencia de Moscú buscando la plena soberanía y la integridad territorial que Putin les niega. Siempre hubo quien celebraba los éxitos de los centinelas cuando lograban abatir a alguno de los fugitivos. Pero yo, y que me disculpen los rusoplanistas, nunca fui uno de ellos.




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